La monja



Oraba diminuta, casi a gritos
con una fe acendrada
sin disimulo, para no ser mujer,
de rodillas ante el altar de su sacrificio
aguardaba la hora císpide de la noche
para adulterar su espíritu menos solemne,
y entegarse al rito libertario
se avecinaba la lujuria, la no acentuada
la  menos inmaculada, sin aplauso
agitaba su mano en un templo sagrado
bajo el techo callado e inmóvil
culposo, vigilante, vouyerista...
un orgasmo denegado se asomaba 
con el índice persignador,
los aromas a incienso y madera
se mezclaban con uno ácido y dulce
aroma milagroso en el vestigio de su cuerpo
no abría los ojos, para no llorar por los pobres
una cruz permanecía sorda y ciega,
con una mudez que amedrentaba
incluso a la luna, al frío viento, al silencio
palabras no dichas y caricias no públicas
que la echarían del paraíso prometido
con todo y piel embestida
con todo y alma  buena.

Se lava las manos y toma un rosario
se avecina la culpa, mordaz
agria, sarcástica, rigurosa, dura
como parte del ritual conseguido en minutos
en lo oscuro de la celda, de su centro
ella  gemía de placer, ella gime de dolor
y regresa  a orar con más devoción que nunca.

María